domingo, julio 18, 2010

El convento de san Plácido (y II)


Como ya se han desvanecido los ecos de loor y victoria futbolísticos, vamos allá con el prometido segundo episodio del convento de san Plácido, en el que tomará parte su serenísima majestad Felipe IV, monarca cuya lujuria sólo era comparable a su devoción. La réplica vendrá de una monja llamada Margarita de la Cruz. Huelga encarecer sus virtudes físicas y tampoco es cuestión de indagar las otras. Se inicia la trama en una conversación que don Jerónimo de Villanueva -protonotario de Aragón y patrono del cenobio- mantiene con el rey y en la que informa de la galanura de la novicia. Hay quien pretende (malvados maledicentes, sin duda) que no hubo casualidad en tal diálogo sino confabulación para distraer al monarca de las calamidades que asolaban al país y las colonias bajo el mandato del Conde-Duque de Olivares. Sea como fuere, Felipe mordió el anzuelo y se distrajo; vaya que si se distrajo.
La escena nos muestra al de Austria entrando de tapadillo en el convento, aproximándose al locutorio donde ve a la novicia y, ¡Zaca!, flechazo incontinente. Y Felipe se debate. ¿Tirará más la teta de Margarita o la carreta de Dios? Y deambula convulso por los pasillos de palacio, se retuerce las manos, suda, no duerme... Decidido: Tira más la teta. Don Jerónimo habrá de hacerle de rufián y lo hace de una vez pues, ya que vive muro con muro con san Plácido, no titubea en abrir un boquete que a su vez da al trastero de las monjas.
Pero... ¡Lo descubre la abadesa! Y la buena señora se dispone a vender cara la ingle de su pupila. Aunque no de cualquier forma, no, que lo hace con un ardid tan macabro digno de figurar en un museo de los horrores. Viste a la novicia de blanco, convierte su celda en capilla ardiente y la instala en un túmulo con las manos juntas, los ojos prietos y un crucifijo entre los dedos, perinde ad cadaver.
Virginidad, satiriasis, muerte, religión y monarquía, ¡qué espectáculo tan cabalmente español!
No parece necesario añadir que don Felipe y don Jerónimo salieron de naja escopeteados sin esperar a más. Tampoco hace falta mucha imaginación para intuir que a los pocos días todo se supo y otra vez el soberano dio en desear a Margarita. Y como el que la sigue la consigue -principalmente si ostenta cetro y corona- podemos presentir el desenlace. Llegaron las presiones, llegaron los amagos, llegaron las dádivas y, a la postre, pudo el rey fornicar como un jenízaro con la moza quien, a los diez minutos, ya había perdido su condición de tal (aunque las malas lenguas aseguran que con taimería de mujer y de monja no dejó de aparentarla hasta el día de su muerte).
Y hay un colofón a esta historia (ya comentamos que el penúltimo de los Austrias brilló siempre por su piedad). Dos sobornos envió Felipe al convento de san Plácido para expiar las infamias urdidas y cometidas a su sombra. El primero fue un reloj de carillón y música que de quince en quince minutos tocaba a muerto. El segundo ese Cristo de Velázquez que al subyugarnos los Borbones terminó donde hoy está.