miércoles, octubre 19, 2011

Siempre nos quedará París (III)




Ocupé prácticamente toda la noche rondando por los alrededores del Museo del Louvre. Y no lo hice animado por desvaríos nacidos en la lectura del Código da Vinci, -¡Santa Genoveva (que es patrona de París) me proteja de semejante literatura!- sino con la aviesa intención de descubrir a Belphegor, mi fantasma favorito que tanto desasosiego me causó en la infancia a través de la tele. Sólo conseguí que individuos de torva catadura me ofreciesen una gama variada de alucinógenos -y se alejaran deprisa cuando yo les ponía al corriente de mis propósitos- y que los gendarmes me detuvieran dos veces por resultarles sospechoso. Natural. Yo mismo me consideraba un sospechoso excepcional.
No es de extrañar, pues, que me encontraras dormido en un banco del Jardín de las Tullerías, entre el estanque y el Jeu de Paume. Y tengo que decirte que mi aspecto no era tan cochambroso como para que desecharas categóricamente mi invitación a desayunar en el Crillon, pues individuos mucho más sospechosos, advenedizos y tunantes que yo se alojan allí a diario.

De camino a los Campos Elíseos, aproveché para besarte furtivamente al atravesar la plaza de la Concordia, frente al Obelisco de Luxor. Entramos cogidos de la mano a un café tranquilo y con nombre de novela, "Le Madrigal", donde -además de dos cafés con leche y tres croasanes (que allí llaman croissants, porque son franceses)- devoré con ansiedad tus cuartillas recién escritas. Cada vez advertía con mayor claridad cómo aquellas frases escritas a pluma sobre el papel eran sangre circulando por las venas de la creatividad. Tus dedos habían latido en cada letra, tus manos habían palpitado con cada punto y con cada coma. Aquellas cuartillas habían nacido, eran vida entre tus manos.
Cuando levanté la vista para decirte cuánto me seducía y enamoraba tu escrito, ya habías desaparecido. Pero me habías dejado en una servilleta, frente a mi, el carmín de tus labios dibujando un beso perfecto. Al besarlo te volví a sentir muy dentro de mi.

lunes, octubre 10, 2011

Siempre nos quedará París (II)



A primera hora de la tarde el boulevard de Rochechouart hervía de actividad, con una abigarrada mezcla de olores, colores y movimientos que se desparramaba como agitada por un viento invisible.
Me senté en las escaleras del Sagrado Corazón a esperarte, como me habías pedido. Invité a tabaco y puse cara de malas pulgas para ahuyentarles a un par de retratistas obstinados en dibujar mis anodinos rasgos. Y lo conseguí. Claro que, al llegar tu con la hermosura brotando por cada poro y tu cabello al viento primaveral, advertí que los retrateros abrían ojos como platos ante la nueva y mucho más apetecible presa. De ahí que, casi sin saludarte, te tomara suavemente por el brazo y urgiese a visitar la capilla de san Ignacio de Loyola, acompañándolo del relato de la fundación de la Compañía de Jesús en aquel mismo lugar de Montmartre. Salvado el peligro, nos sentamos en la hierba bajo la inquietante presencia de una gárgola de mirada pétrea y aviesa.
Leí tus cuartillas con mezcla de devoción y delectación, seducido por aquellos personajes que sentía cómo se movían libremente a mi alrededor.

Me llevaste de la mano, yo sin dejar de leer, hasta la Place du Tertre, llena de turistas como siempre, embobados ante la exposición pública de tantísima pintura de insignes desconocidos. Te atrajo una música proveniente de una esquina de la plaza más que cualquier cromatismo esparcido en los lienzos. Era un joven ruso o ucraniano -exbolchevique en cualquier caso- muy rubio que tocaba con delicadeza la balalaika mientras su acompañante, igualmente muy rubia, le acompañaba casi imperceptiblemente al violín. Me parecieron personajes dignos de tus escritos y los bauticé inmediatamente como Yuriy y Alina. Éramos los únicos en aquel momento que les escuchábamos y nos sonrieron, así que les invitamos a un café en La Cremallera, que hablan español, y charlamos sobre Tolstoi y Chejov (eran rusos de Tversk) en una especie de dialecto esperantista tejido con varios idiomas. Cuando caminábamos por rue Pigalle y yo te decía que la música de aquellos simpáticos jóvenes bien podría ser la banda sonora de tus escritos, me dijiste que te ibas y que mañana nos veíamos. Pero... mira que me dejas tirado en pleno Pigalle, rodeado de cabaretes y señoritas de pestaña ligera dispuestas a hacerme todo tipo de proposiciones...
Atardecía por el boulevard de Clichy cuando imaginé a Toulouse-Lautrec invitándome a entrar al Moulin Rouge. Pero no hubo proposiciones ni invitaciones; solamente me paró un barrendero para pedirme lumbre.

jueves, octubre 06, 2011

Siempre nos quedará París (I)


Brilla el sol matutino frente a la casa de Victor Hugo en la Place des Vosges y, mientras espero tu llegada en los jardines, me parece ver pasear frente a mi a Alejandro Dumas del brazo de Lamartine. Seguramente acuden a desayunar con su anfitrión, pues los fantasmas de los escritores, como en vida trasnocharon tanto, madrugan y se reúnen para llenarse del sol que les falta en sus sepulcros. Fotografío la escena y, no sólo no aparecen, sino que he conseguido crear el efecto de que parte del edificio se desplace peligrosamente inclinado hacia abajo. La casa, más que un paisaje es un estado de ánimo. Tu como escritora lo sabes y por eso me has pedido que acuda allí, para sentir el roce los personajes al cruzarse con nosotros, percibir el aroma de sus sueños, la fiereza de sus pensamientos. Y ellos caminan por entre los jardines, se sientan en los viejos sillones del museo y ríen escandalosamente los comentarios de los visitantes que no son capaces de verlos. En ese instante siento las yemas de tus dedos acariciando suavemente las mías y un suspiro de alivio me recorre las venas. Los espectros se desvanecen con tu llegada porque traes en el bolso las cuartillas que has ido corrigiendo en el metro, todavía un par de líneas aparecen tachadas y vueltas a escribir.

- Esto es el cinismo, -te digo muy serio- volver a escribir lo que ya habíamos tachado.
Ríes sonoramente y te pones de puntillas para darme un beso. ¿Cómo? ¿Que ya te vas? Bueno. Te esperaré en Montmartre a que me traigas más escritos.