domingo, marzo 31, 2013

Diplomáticos y damas

Cuando un diplomático dice "sí" quiere decir "quizá".
Cuando dice "quizá" quiere decir "no".
Cuando dice "no", no es un diplomático.

Cuando una dama dice "no" quiere decir "quizá".
Cuando dice "quizá" quiere decir "sí".
Cuando dice "sí", no es una dama.

viernes, marzo 01, 2013

Fábula


Una serpiente perseguía enconadamente a una luciérnaga. Día y noche iba tras ella sin descanso. Agotada, la luciérnaga se detuvo, rendida y dispuesta a ser devorada por aquel reptil.
- Ya que vas a comerme, déjame serpiente que te haga tres preguntas.
- Me parece bien.
- ¿Estoy en tu cadena alimenticia?
- No.
- ¿Te he hecho algún mal?
- No.
- Entonces, ¿Por qué quieres devorarme?
- Porque no soporto que brilles.

martes, febrero 19, 2013

Esa pierna es mía

Hace muy poco me enteré de que la pierna que aparece en el cartel de la película El graduado no es de la protagonista, Anne Bancroft, sino de una modelo llamada Linda Gray. Lo ha relatado la propia Gray, quien es actriz muy conocida a raíz de interpretar en televisión a Sue Ellen, la esposa del pérfido y malvado J. R. de la serie Dallas. La Bancroft tenía problemas de agenda el día de la sesión fotográfica y se recurrió a una joven modelo que andaba por el estudio, la antedicha Linda Gray, quien prestó su pantorrilla para la posteridad del séptimo arte suplantando la de la inefable señora Robinson.
Cuando leí la noticia recordé inmediatamente la pierna enfundándose una media de seda negra y a un Dustin Hoffman con aire de soplagaitas que la miraba de lejos. Y recordé la banda sonora de Simon y Garfunkel. Y, más o menos, la trama general de la película, pero poco más.
No sé si a los mitómanos enamorados platónicamente de Anne Bancroft les habrá sentado a cuerno quemado la revelación, que los mitómanos son proclives a enojarse por cualquier nadería. La pantorrilla es bonita, torneada, y resulta sugerente, ¿qué más da que no sea propiedad de la protagonista de la película? Además, todo es producto de la ficción, desde la película hasta la pierna.
Cuando vamos al cine o al teatro pagamos una entrada para que nos mientan, queremos que nos cuenten trolas porque nos distraen de las verdades que nos rodean en la realidad. Queremos que nos engañen.
Siendo muy joven, junto con otros compañeros actores, gustaba de ponerme en la primera fila de butacas para tener más cerca a los protagonistas y estudiarlos. Un amigo y maestro se colocaba siempre en la fila seis o la siete. "¿No vienes con nosotros?" -le preguntamos. "Me gusta que me engañen" -respondió con una sonrisa y se fue a su butaca de la fila seis. Fue una estupenda lección.
La mentira, el relato de cosas bellas y falsas, es el fin mismo de la creación artística. Da igual de quién sea la pierna, aunque sea mía.

martes, febrero 05, 2013

Nervios de estreno

  Se estrenaba en Valladolid el drama El bufón del rey, de Diego San José y Enrique Reoyo. La entrada en escena de Francisco I, el rey al que se refiere el título de la obra, tenía lugar en el salón del trono, reunida toda la corte con gran solemnidad.
  La llegada de su majestad era anunciada por una joven actriz que representaba el papel de un paje. Estaba en los comienzos de su carrera y por esa razón estudió y ensayó cuidadosamente su texto, que consistía en dos únicas palabras con las que remataba una quintilla, pues la obra era en verso. Las palabras eran "el rey".
Nerviosa, durante los días que duraron los ensayos, la bella muchacha repetía constantemente: el rey, el rey, el rey... Si decía bien aquellas dos palabras, quizás en otra obra le dieran un papel más largo.
  Llegó la noche del estreno, los autores presenciaban la representación entre bastidores. La joven actriz, disfrazada de paje, entró desde el foro gritando con solemnidad, con entusiasmo, a plena voz: "¡¡EL SEIS!!".
  Reoyo le dijo al oído al pasmado San José:
            Mala centella le parta.
            ¿Te has fijado? Esa mocosa
            por pensar en otra cosa
           se ha equivocado de carta.
  Y es que los nervios en un estreno pueden jugarte muy malas pasadas.

jueves, enero 31, 2013

Popular y desconocida

Cualquier aficionado a la pinturas de Francisco de Goya la habrá visto multitud de veces en el retrato de la familia de Carlos IV. Y, quizá, haya averiguado que su nombre era María Josefa Carmela de Borbón, aunque para la mayoría no sea más que el espantajo goyesco que aparece en un rincón del cuadro.
Felipe V de España murió sin conocer nieto varón. El monarca, que había cambiado nuestras antiguas leyes sucesorias -que admitía que las princesas accediesen al trono- por la ley Sálica de importación francesa (y norma sacrosanta de los Borbones) que excluía a las hembras de la sucesión a la Corona. Y casi fue mejor para él pues un año después de su muerte nació en Nápoles el primero de sus nietos varones, que resultó imbécil.
Luis I y Fernando VI, vástagos del primer matrimonio del fundador de la casa de Borbón en España, no tuvieron hijos, así pues la sucesión recaería un día en el tercer hijo varón superviviente, el infante don Carlos, primogénito de la Farnesio.
Carlos se casó con María Amalia de Sajonia, que verdaderamente parecía una porcelana a punto de romperse, y empezaron a engendrar a destajo. Pero sólo nacían niñas que fallecían con asombrosa celeridad. De las siete que nacieron solamente dos llegaron a la mayoría de edad, María Luisa y María Josefa Carmela. Luego llegaría don Felipe (excluido de la sucesión por su condición de deficiente mental), y el que sería futuro Carlos IV, que sólo era medio tonto, y cuatro chicos más.
Volviendo a quien nos ocupa, María Josefa Carmela -Pepa a secas para los íntimos- no tuvo belleza, ni simpatía, ni inteligencia, ni sentido del humor, ni ambición. Fue un cero a la izquierda difícil de imaginar. El padre Coloma nos deja de ella un retrato físico rayano en la crueldad:
"A los veintinueve años, su ridícula figura, pequeña, fea y contrahecha, había hecho imposible encontrarla un marido que la igualase en rango. Escudada tras su fealdad, la infanta Josefa vivió y murió soltera, sin que amigos ni enemigos turbaran la paz de su insignificancia".
Y su cuñada la reina Maria Luisa, esposa de Carlos IV escribía a su favorito Manuel Godoy:
"La tía Pepa no es suave ni temporizadora, sino un agraz".
Motivos no tenía la infanta para ser unas castañuelas.
Carlos III, sentado ya en el trono de Madrid, había tenido el valor de intentar casarla nada menos que con Luis XV, viudo de la polaca María Leczinska, que no quiso ni oír hablar del asunto. Poco después se pensó unirla con su tío el infante don Luis (hermano menor del propio CarlosIII), pero tampoco llegó a producirse el enlace, pues si bien el infante ya se había resignado, doña Pepa mudó de opinión temerosa de que una comentada enfermedad venérea que había padecido don Luis pudiera perjudicarla. Muy escrupulosa, se negó en redondo a compartir el tálamo del afamado crápula.
Hasta su muerte, en 1801, vivió Pepa en el palacio real con su hermano el rey Carlos IV. Y Goya la incluyó en el retrato de familia. Y ahí la hemos visto, asomando su faz de bruja (más afeada si cabe por un enorme lunar postizo, que cubriría una mancha facial, según la moda de la época) por detrás del hombro de su sobrino, el futuro Fernando VII, velada la deformidad de su figura por las sombras. El personaje más esperpéntico de una pintura sublime.