viernes, enero 31, 2014

domingo, enero 26, 2014

Conversos

Acariciado por una iluminación espontánea, el individuo ve, de súbito, que la verdad ha aparecido ante él ofrecida y rozagante y no tiene más remedio que inventar la pólvora. Cualquier idea anterior ya carece de sentido, de vida, de realidad. Ha nacido un converso. Abraza su nueva religión con insospechado entusiasmo y se abisma en ella con la excitación propia de la novedosa verdad que ya atesora. A partir de ese momento el resto de la humanidad habrá de soportar su incansable elogio de lo recién descubierto y, lo que es peor, su irrefrenable afán de proselitismo.
Podríamos estar hablando exclusivamente en el plano teológico pero la cofradía de los conversos se extiende en cualquier dirección y en cualquier ámbito. Los que han dejado de fumar, los que han dejado de comer carne, los que acaban de descubrir los beneficios de la infusión de cualquier hierbajo con nombre estrambótico... Y vuelvo a su afán de proselitismo que no para de atosigar a sus semejantes con denuedo. Un dicho popular afirma que no hay peor beata que la que ha sido puta, y en el converso se cumple la sentencia a la perfección, pues no se conforma con su primer impulso de proselitismo sino que ataca con denuestos y venablos a los que -hasta hace bien poco- eran de su misma religión, idea o gusto. Qué furia desatada la del fumador que ha dejado de serlo contra todo aquel que se lleva nicotina a los pulmones. Qué irritación la del neófito vegetariano contra el particular que mastica con delectación un solomillo de ternera. Y así con muchas, muchas otras personas y cosas.
Lo curioso es que la mayoría inmensa de las personas nos convertimos a bastantes credos a lo largo de nuestra vida. ¿Quién no ha sido infiel a su perfume de siempre al descubrir otro que le agrada más? ¿Quién no ha descubierto el placer de saborear el chocolate negro a solas y en silencio relegando el blanco y el con leche al olvido? Personalmente me he convertido muchas veces y en muchos dogmas. Cuando estuve en Oaxaca descubrí el mezcal y cuando me dijeron que "para todo mal, mezcal; y para todo bien, también", abracé el delicioso licor como una nueva religión. Cuando descubrí el libro electrónico di la barrila a mis amigos con sus ventajas (después de haberlo denostado hasta la náusea). Aunque no llego ni de lejos a igualar a mi amigo El Empanao, una bellísima y encantadora persona,  al que podríamos calificar como converso estacional, pues le he contado una media de cuatro conversiones anuales, una por estación. Las del pasado año fueron las galletitas de arroz para el invierno, los baños de sol en un banco del parque en primavera, el áloe vera en verano y la meditación transcendental para curar los catarros en otoño. Pese a estas manías y la elocuente perorata sobre sus beneficios que me endilga, tiene de bueno que su conversión es variada y no te resulta agobiante.
Pero qué plomos somos a veces con nuestras conversiones. En lugar de dejar a la gente tranquila y a su aire la martirizamos con nuestras experiencias místicas sobre la avena, el misterio de la Santísima Trinidad o las bombillas led para el cuarto de baño. Y es que somos humanos, mutables, enamoradizos y creyentes de casi todo o de casi nada, qué le vamos a hacer.

miércoles, enero 08, 2014

No ha leído el libro

Mi querido Yorick, cómo están algunas cabezas. Figúrate que el pollo que interpreta el personaje principal de la película El Médico, adaptación de la novela homónima de Noah Gordon, ha dicho que "no he leído el libro, no tengo tiempo". No sé quién es, cómo se llama ni tengo el más mínimo interés en averiguarlo. ¿Recuerdas, mi pobre Yorick, lo que nos decía Marsillach? "La mayoría de los actores —salvo honrosas excepciones— son unos incultos que únicamente saben aprenderse su papel". Qué cierto, Yorick. Huérfanos de estudios y de lecturas se zambullen en la interpretación para la que pueden, o no, estar dotados por naturaleza, y pocos son los que se preocupan por instruirse y aprender algo más. ¿Cómo extrañarnos, entonces, de que al joven gallardo que interpreta el papel de Fernando el Católico —Sancho creó que se apellida— en la serie televisiva "Isabel" se le ocurra definir al rey de Aragón exclusivamente como tirano? Sí, Yorick, sí; públicamente en una entrevista en televisión. ¿No te estremece imaginar el calificativo que les hubiera adjudicado a Ramiro II o a doña Urraca? 
    Sí, también recuerdo nuevamente a Marsillach cuando nos comentaba que la conversación con los actores fuera de escena, plató o estudio era absolutamente plana, pues sólo hablan de tres cosas: a) de ellos mismos, b) de lo que hacen y cobran, c) de los chismorreos entre compañeros de profesión. 
      Y como ribete, llega Coronado que es apuesto, bizarro, actor pasable y buen chaval aunque tenga menos luces que un tren de mercancías, para perorar al mundo que quiera escucharle que "cuando los actores opinan sobre cualquier cosa, como son conocidos, tienen influencia en la población" (sic). Tembladeras me entran, mi pobre Yorick. 
      No leen el libro, ningún libro, ni saben más allá de interpretar "su" papel —porque no tienen tiempo de leer el resto de la obra, ni les importa un pimiento— pero opinan, substantivan, adjetivan y califican como auténticos académicos. Y alguna parte de la población les escucha y aplaude, seguramente porque tampoco tienen tiempo de leer.

jueves, enero 02, 2014

Uva esquiva

El ritual estaba minuciosamente preparado, las uvas de lata peladas y sin pepitas, la botella de vino de la Ribera del Duero que me regaló Silvia abierta para que se oxigenase (aún me caen lágrimas de la emoción al recordar lo rico que estaba). Y hasta me puse un pañuelo colorado al cuello que daba la impresión de que fuera a correr los Sanfermines, pero como no recordé recoger el smoking del tinte, la colisión estética no resultaba tan hiriente.
Y comienzan los cuartos, llegan las campanadas, me afano en trasegar cada una de las uvas, sosas como la madre que las parió, acompasado con el reloj de la Puerta del Sol que suena en la televisión... Cuando una uva, esquiva y puñetera se me desliza entre los dedos, resbala y desaparece volando. ¿Era la sexta, la séptima o la octava? Ahhhhh. Otra vez ahhhhh. La busco con la mirada por la alfombra, en el almohadón del sofá. Nada. Ahhhh. Las campanadas siguen ajenas a mi accidente, inexorables, desvaneciendo su sonido. Engullo las uvas que me quedan en el platillo sin orden ni concierto, derramo el agüilla que dejan por la alfombra, mi mente se transforma en un laberinto de supersticiones funestas. Brindo distraído y abrazo sin efusión propia del regocijo de la entrada del 2014 en nuestras vidas. Los peores augurios se acumulan en mi supersticiosa cabeza. ¿Tiene algún significado que haya sido la sexta, séptima u octava uva la que ha salido volando? ¿Debo asociarlo a alguna desventura que me sobrevendrá en alguno de esos meses que representa?
Mi ánimo se va sosegando poco a poco y decido buscar la uva esquiva hasta que la muy maldita aparece debajo del sofá. Siento sobre mi algunas miradas sorprendidas al verme a cuatro patas hurgando bajo el sofá para recuperar a la miserable que tal quebranto me ha causado, pero ajeno a cualquier otra circunstancia, la cojo con dos dedos —los mismos de los que huyó— mientras la miro con reprobación y, al momento e impulsivamente, la muerdo con rabia.   
Qué cansado resulta ser tan supersticioso, caramba.