miércoles, julio 25, 2012

¿Pintar la desesperación?

No ha mucho tiempo que platicaba con Turulato sobre algo que nos preocupaba a ambos. "¿Cómo se pinta en un cuadro la desesperación?" -me decía a propósito de la actitud de un personaje que vive enfrente de su casa. El hombre en cuestión acostumbra a ser presa de comportamientos que podrían ser tildados de estrafalarios  si no fuera porque llevan a cuestas una grandísima carga de amargura. ¿Cómo describir la amargura? Ninguno de los dos sabíamos cómo hacerlo. Angustias, desesperanzas, aflicciones nos rodean y, aunque sepamos adivinarlas, observarlas o percibirlas no somos capaces de escribirlas, y describirlas.
Seguramente sólo puede hacerlo quien alcance un grado de indiferencia que permita observar sin la distracción de los sentimientos. Pero, ¿cómo no sentir?

miércoles, julio 11, 2012

Gesto silencioso

Ella le tendió la mano, bella y suave. El la tomó entre las suyas; y sus dedos volvieron a encontrarse, se interrogaron, y acabaron por unirse, entrecruzados, en ese gesto con que el amor se ofrece con más seguridad que con un beso, como si las manos de dos seres se juntaran para una misma plegaria. En silencio.

jueves, junio 28, 2012

El Lenguaje del Abanico

  Los abanicos se han vuelto a poner de moda. Aunque quizá esté demodèe su lenguaje o, simplemente, se desconozca al tener más utilizable el teléfono celular con su Guasap, su Feisbuq y demás aplicaciones para el artilugio en cuestión. No obstante, el lenguaje del abanico me parece deliciosamente decadente y lo transcribo a continuación.

1. Abanicarse rápidamente. Te amo con intensidad.
2. Abanicarse lentamente. Abanicarse de forma pausada, significa soy una señora casada y me eres indiferente. También si se abre y cierra muy despacio significa esto.
3. Cerrar despacio. Este cierre significa un "Sí". Si se abre y cierra rápidamente significa, "Cuidado, estoy comprometida".
4. Cerrar rápido. Cerrarlo de forma rápida y airada significa un "No".
5. Caer el abanico. Dejar caer el abanico significa: te pertenezco.
6. Levantar los cabellos. Si levanta los cabellos o se mueve el flequillo con el abanico significa que piensa en ti, que no te olvida.
7. Contar varillas. Si cuenta las varillas del abanico o pasa los dedos por ellas quiere decir que quiere hablar con nosotros.
8. Cubrirse del sol. Significa que eres feo, que no le gustas.
9. Apoyarlo sobre la mejilla. Si es sobre la mejilla derecha significa "Si". Sobre la mejilla izquierda es "No".
10. Prestar el abanico. Si presta el abanico a su acompañante, malos presagios. Si se lo da a su madre, quiere decir "Te despido, se acabó".
11. Dar un golpe. Un golpe con el abanico sobre un objeto, significa impaciencia.
12. Sujetar con las dos manos. Si sujeta el abanico abierto con las dos manos, significa "es mejor que me olvides".
14. Cubrirse los ojos. Con el abanico abierto, significa "Te quiero". Si se cubre el rostro puede significar "Cuidado, nos vigilan.
15. Pasarlo por los ojos. Si se pasa el abanico por los ojos significa, "Lo siento". Si cierra el abanico tocándose los ojos quiere decir, "Cuando te puedo ver".
16. Abrir el abanico y mostrarlo. Significa, "Puedes esperarme".
17. Cubrirse la cara. Cubrirse la cara con el abanico abierto, significa: "Sígueme cuando me vaya".
18. A medio abrir. Apoyar el abanico a medio abrir sobre los labios quiere decir "Puede besarme".
19. Apoyar los labios. Si apoya los labios sobre el abanico o sus padrones, significa desconfianza, "No me fío".
20. Pasarlo por la mejilla. Significa, "Soy casada".
21. Deslizarlo sobre los ojos. Significa: "Vete, por favor".
22. Mano izquierda. Llevarlo en la mano izquierda quiere decir: "Deseo conocerte". Moverlo con la mano izquierda significa: "Nos observan".
23. Mano derecha. Llevarlo o moverlo con la mano derecha, significa: "Amo a otro".
24. Pasarlo de una mano a otra. Significa, "Estás flirteando con otra" o "Eres un atrevido".
25. Girarlo con la mano derecha. Significa: "No me gustas".
26. Tocar la palma de la mano. Quiere decir: "Estoy pensando si te quiero".
27. Sobre el corazón. Apoyar el abanico abierto sobre el corazón o el pecho, quiere decir: "Te amo" o "Sufro por tu amor".
28. Darse en la mano izquierda. Darse un golpe con el abanico cerrado en la mano izquierda significa "Ámame".
29. Mirar dibujos. Mirar los dibujos del abanico, quiere decir: "Me gustas mucho".
30. Bajarlo a la altura del pecho. Significa: "Podemos ser amigos". También dejarlo colgado, quiere decir "Seremos amigos".
31. Cerrarlo sobre la mano izquierda. Quiere decir: "Me casaré contigo".
32. "Saldré". Ponerse en el balcón con el abanico abierto o salir al balcón abanicándose. También entrar en el salón abanicándose.
33. "No saldré". Dejarse el abanico cerrado en el balcón, salir al balcón con el abanico cerrado, o entrar en el salón con el abanico cerrado.
34. Arrojar el abanico. Quiere decir: "Te odio". o "Adiós, se acabó".
35. Presentarlo cerrado. Significa: "¿Me quieres?".
36. Sobre la oreja. La izquierda, "Déjame en paz no quiero saber nada de ti". La derecha, "No reveles nuestro secreto".
37. Contar o abrir cierto número de varillas. La hora para quedar en una cita, en función del número de varillas abiertas o "tocadas".

lunes, junio 18, 2012

Teorema de Pitágoras

Ella escribía poemas en clase de matemáticas, quizá porque no le encontraba la magia al teorema de Pitágoras. Me preguntaba si ansiaba recorrer los lugares incompletos del alma, jugar y creer en lo cierto y en lo exacto. ¿Qué decían aquellas palabras? No lo sé. Nunca me permitió leer sus poemas.

jueves, abril 12, 2012

El sustanciero

Quizás la historia se repita a si misma, ya que en tiempos de penuria y necesidades los hechos tienen la guasa de volver desde aquellas épocas pasadas y olvidadas. Tal como están las cosas no sería extraordinario que volviera a aparecer en nuestras calles la figura del "sustanciero". Era éste un personaje que provisto de un hueso de jamón iba por las casas introduciéndolo en los pucheros para darles sabor. El precio solía ser de peseta por cuarto de hora. Claro que si el susodicho hueso estaba ya gastado y chuchurrido, el importe del servicio sería menor.
Y es que a buen hambre no hay pan duro. Contaba la maravillosa actriz Aurora Redondo que durante la guerra civil, pasando muchísima gazuza, llegó un paquete a su casa enviado por unos parientes desde Argentina. Poca cosa, dos o tres fruslerías y una lata. Se llenaron de alegría porque en tal lata había unos polvos como de cacao (¡menudo lujo en aquellos momentos!) y se prepararon un chocolate estupendo. Al cabo de unos días llegó una carta de los parientes argentinos en la que les preguntaban si habían llegado bien las cenizas del tío Florentino, fallecido e incinerado recientemente. Las cenizas -obvio- descansaban en la lata que se habían zampado con enorme regocijo.
Los alimentos con sustancia son exquisitos, dónde va a parar.

miércoles, febrero 01, 2012

El gafe

Todo el mundo sabe que Cayetano de Borbón Dos Sicilias, conde de Girgenti, casó con la infanta Isabel (alias la Chata), primogénita de Isabel II de España.

Pero lo que quizá no sepa todo el mundo es que el desventurado Cayetano pasaba por ser uno de los mayores gafes de Europa.

Cuando nació en Caserta, el 12 de enero de 1846, se desprendió una cornisa de aquel soberbio palacio real napolitano. El día de su bautizo, un cirio de la capilla estuvo a punto de provocar un incendio pavoroso. En su primera comunión se atragantó el niño con el Pan de los Ángeles. Ya en el exilio, al ser filiado en el ejército austríaco, su caballo se rompió una pata. Como remate, Isabel II dispuso que su hija mayor se casase con el gafe un día 13. No resulta extraño que unos meses después perdiese el trono.

Me permito hacer aquí un breve inciso sobre la Chata, la considerada infanta castiza por excelencia. Circuló y aun hay quien así lo cree la leyenda que la presentaba como una mujer asequible y bonachona, amiga de las gentes del pueblo, pero su propia hermana menor Eulalia la acusaba de rigorista, ordenancista y simuladora. Decían testigos imparciales que en sus incursiones a los lugares donde los madrileños celebraban verbenas y romerías, y a las plazas de toros, doña Isabel de Borbón iba provista de fuertes perfumes "para mitigar los hedores de la plebe" decía. De regreso a sus habitaciones reclamaba urgentemente el baño. El "¡uf!" de la infanta tras una de sus incursiones de propaganda dinástica llegó a convertirse en proverbial entre sus allegados.

Pero volvamos al gafe, aunque el abajo firmante (reconocido supersticioso) tema que se le descuajeringue la computadora en cualquier momento por mor de mencionar a uno de estos seres tan cenizos, funestos y malasombras.

Isabel II, obligada poco antes por el gobierno liberal, había tenido que estampar su firma en un decreto que reconocía la causa de la unidad italiana liderada por los Saboya, y que suponía el destronamiento de los Borbones de las Dos Sicilias. Seguramente por mala conciencia auspició la boda de su hija de diecisiete años con un príncipe de la recién exiliada familia, sin más fortuna que su honra, al que la novia ni conocía. De más está decir que los Borbones de Nápoles se apresuraron a facturarle al gafe. El 13 de mayo de 1868, a las diez de la noche, Isabel y Cayetano se casaron en la capilla del palacio real.

La verdad era que Cayetano era tan apuesto, tan bondadoso y decente que parecía una bendición de Dios. Bueno, sí que era huraño; y susceptible. Pero en su caso, ¿cómo no iba a serlo?

Cuatro días antes de la boda, la reina creó a su yerno infante de España y, el mismo día del casamiento, coronel de húsares. Aunque a Cayetano no le dio tiempo apenas de participar en la vida de la corte; todavía estaba de viaje de novios con Isabel cuando estalló la revolución de septiembre e Isabel II salió zumbando hacia Francia.

Cayetano tuvo el honroso detalle de penetrar en España y, enfundado en su flamante uniforme militar, se batió como un jabato en la batalla de Alcolea, donde le oyeron gritar, sin asomo de pitorreo: "¡Viva mi suegra!".

Tras el fracaso de la acción partió hacia el exilio y se instaló con su mujer en un hotel de la ciudad suiza de Lucerna. Su aspecto se había tornado demacrado y descubrió que se encontraba muy enfermo, víctima de frecuentes ataques epilépticos. Desesperado y convencido de su mal fario, se descerrajó un balazo en la sien, dejando a Isabel viuda a los diecinueve años.

En julio de 1871, cuatro meses antes de suicidarse, el infante había formalizado ante notario un testamento en una de cuyas cláusulas expresaba: "Ruego a Su Majestad la Reina Isabel acepte conservar, en recuerdo de mi adhesión, el sable que empuñé en la batalla de Alcolea".

Cuando Isabel II recibió el legado, quedó espantada. "¡Apartadlo de mi vista, no vaya a sucederme una desgracia!", ordenó. Escondieron el sable en lo más profundo de un armario y, tras la Restauración, lo enviaron a la real armería del Palacio de Oriente.

Al día siguiente el museo ardió.

jueves, enero 26, 2012

Siempre nos quedará París (y IV)

Aquí estoy, como me indicaste, bajo el reloj de la Concergerie, el más antiguo de París según dicen. Y funciona. El reloj, digo. ¿Hay alguna leyenda de este reloj? Me fascinan las leyendas sobre relojes, tu sabes, como la que cuentan del de Güigüe en Venezuela, que afirma que quien repare su maquinaria fenecerá al momento. Confío que éste bajo el que me hallo no me caiga en la cabeza o me lance un rayo aniquilador al marcar una hora concreta.

Mala suerte para el reloj porque tu llegas como por ensalmo, me tomas de la mano y me encaminas hacia la Sainte Chapelle. Estás risueña, con el sol de París acariciando tu cabello que oscurece con su brillo el resplandor del Sena. Seguro que las cuartillas que me traes escritas vuelven a ser maravillosas.

Entramos despacio en la capilla baja mientras unos pocos turistas recorren la nave vacía deteniéndose en cada pilastra para fotografiar la imagen del apóstol de turno. La suave música que se escucha de fondo queda amortiguada por los rumores y bisbiseos de los visitantes dando un aire levemente misterioso al espacio. Me guías entre los Apóstoles para señalarme con mirada cómplice los cestillos grabados en honor de la reina doña Blanca.

Tiras con suavidad de mi mano mientras subimos la escalera de caracol hasta la capilla alta como un niño al que le llena la impaciencia de ver algo que desea. El resplandor del sol de la mañana filtrándose por las magníficas vidrieras me deslumbra; tal parece que se guiara por la curiosidad en distinguir cada uno de los rincones escrutados ahora por el grupo de extraños que intentan imaginar a reyes y cortesanos moviéndose en el recinto sagrado de antaño. El sol es el mismo hace tres siglos. ¿O también ha cambiado? Tu mirada responde, sin querer, mi pregunta: Es el mismo, pero mira de otra manera. La existencia continúa su camino lento, colmada de gente aplastada por la vida cotidiana, siempre idéntica a sí misma. Solo la piedra permanece inmutable, hasta que se desmorona.

Me miras con perversa ingenuidad y volvemos al mundo real, el que transita gris por las aceras de las calles, que se vuelve extrañado al escuchar una risa, o un murmullo alegre.

Nos sentamos en la terraza de un pequeño café cercano a St. Germain des Près y leo las cuartillas que -sin que yo lo advirtiera- has ido escribiendo durante el camino. Me sonríes porque sabes que la obra está conclusa. Me sonríes porque sabes que te necesito porque te quiero. Y tu sonrisa es una larga caricia que me recorre poco a poco, demorándose, viviendo.

En la estación de Austerlitz se mueven los viajeros, se despiden unos, se dilatan los besos. El invierno ha empezado a recoger las hojas muertas de las calles mientras tu me has llenado de calidez con el abrazo entregado, generoso y fecundo.

Mi tren está a punto de partir y cierro los ojos para retenerte. Tus letras palpitan en las cuartillas que me llevo apretadas junto al pecho, latidos de letras y corazón. Volveremos a encontrarnos en cualquier lugar y en cualquier momento, porque somos uno y somos dos, cuando mi pobre imaginación vuelva a marchitarse y te busque.

El tren arranca y ambos sabemos que siempre nos quedará París para reencontrarnos.