Ocupé prácticamente toda la noche rondando por los alrededores del Museo del Louvre. Y no lo hice animado por desvaríos nacidos en la lectura del Código da Vinci, -¡Santa Genoveva (que es patrona de París) me proteja de semejante literatura!- sino con la aviesa intención de descubrir a Belphegor, mi fantasma favorito que tanto desasosiego me causó en la infancia a través de la tele. Sólo conseguí que individuos de torva catadura me ofreciesen una gama variada de alucinógenos -y se alejaran deprisa cuando yo les ponía al corriente de mis propósitos- y que los gendarmes me detuvieran dos veces por resultarles sospechoso. Natural. Yo mismo me consideraba un sospechoso excepcional.
No es de extrañar, pues, que me encontraras dormido en un banco del Jardín de las Tullerías, entre el estanque y el Jeu de Paume. Y tengo que decirte que mi aspecto no era tan cochambroso como para que desecharas categóricamente mi invitación a desayunar en el Crillon, pues individuos mucho más sospechosos, advenedizos y tunantes que yo se alojan allí a diario.
De camino a los Campos Elíseos, aproveché para besarte furtivamente al atravesar la plaza de la Concordia, frente al Obelisco de Luxor. Entramos cogidos de la mano a un café tranquilo y con nombre de novela, "Le Madrigal", donde -además de dos cafés con leche y tres croasanes (que allí llaman croissants, porque son franceses)- devoré con ansiedad tus cuartillas recién escritas. Cada vez advertía con mayor claridad cómo aquellas frases escritas a pluma sobre el papel eran sangre circulando por las venas de la creatividad. Tus dedos habían latido en cada letra, tus manos habían palpitado con cada punto y con cada coma. Aquellas cuartillas habían nacido, eran vida entre tus manos.
Cuando levanté la vista para decirte cuánto me seducía y enamoraba tu escrito, ya habías desaparecido. Pero me habías dejado en una servilleta, frente a mi, el carmín de tus labios dibujando un beso perfecto. Al besarlo te volví a sentir muy dentro de mi.