jueves, enero 31, 2013

Popular y desconocida

Cualquier aficionado a la pinturas de Francisco de Goya la habrá visto multitud de veces en el retrato de la familia de Carlos IV. Y, quizá, haya averiguado que su nombre era María Josefa Carmela de Borbón, aunque para la mayoría no sea más que el espantajo goyesco que aparece en un rincón del cuadro.
Felipe V de España murió sin conocer nieto varón. El monarca, que había cambiado nuestras antiguas leyes sucesorias -que admitía que las princesas accediesen al trono- por la ley Sálica de importación francesa (y norma sacrosanta de los Borbones) que excluía a las hembras de la sucesión a la Corona. Y casi fue mejor para él pues un año después de su muerte nació en Nápoles el primero de sus nietos varones, que resultó imbécil.
Luis I y Fernando VI, vástagos del primer matrimonio del fundador de la casa de Borbón en España, no tuvieron hijos, así pues la sucesión recaería un día en el tercer hijo varón superviviente, el infante don Carlos, primogénito de la Farnesio.
Carlos se casó con María Amalia de Sajonia, que verdaderamente parecía una porcelana a punto de romperse, y empezaron a engendrar a destajo. Pero sólo nacían niñas que fallecían con asombrosa celeridad. De las siete que nacieron solamente dos llegaron a la mayoría de edad, María Luisa y María Josefa Carmela. Luego llegaría don Felipe (excluido de la sucesión por su condición de deficiente mental), y el que sería futuro Carlos IV, que sólo era medio tonto, y cuatro chicos más.
Volviendo a quien nos ocupa, María Josefa Carmela -Pepa a secas para los íntimos- no tuvo belleza, ni simpatía, ni inteligencia, ni sentido del humor, ni ambición. Fue un cero a la izquierda difícil de imaginar. El padre Coloma nos deja de ella un retrato físico rayano en la crueldad:
"A los veintinueve años, su ridícula figura, pequeña, fea y contrahecha, había hecho imposible encontrarla un marido que la igualase en rango. Escudada tras su fealdad, la infanta Josefa vivió y murió soltera, sin que amigos ni enemigos turbaran la paz de su insignificancia".
Y su cuñada la reina Maria Luisa, esposa de Carlos IV escribía a su favorito Manuel Godoy:
"La tía Pepa no es suave ni temporizadora, sino un agraz".
Motivos no tenía la infanta para ser unas castañuelas.
Carlos III, sentado ya en el trono de Madrid, había tenido el valor de intentar casarla nada menos que con Luis XV, viudo de la polaca María Leczinska, que no quiso ni oír hablar del asunto. Poco después se pensó unirla con su tío el infante don Luis (hermano menor del propio CarlosIII), pero tampoco llegó a producirse el enlace, pues si bien el infante ya se había resignado, doña Pepa mudó de opinión temerosa de que una comentada enfermedad venérea que había padecido don Luis pudiera perjudicarla. Muy escrupulosa, se negó en redondo a compartir el tálamo del afamado crápula.
Hasta su muerte, en 1801, vivió Pepa en el palacio real con su hermano el rey Carlos IV. Y Goya la incluyó en el retrato de familia. Y ahí la hemos visto, asomando su faz de bruja (más afeada si cabe por un enorme lunar postizo, que cubriría una mancha facial, según la moda de la época) por detrás del hombro de su sobrino, el futuro Fernando VII, velada la deformidad de su figura por las sombras. El personaje más esperpéntico de una pintura sublime.