jueves, enero 26, 2012

Siempre nos quedará París (y IV)

Aquí estoy, como me indicaste, bajo el reloj de la Concergerie, el más antiguo de París según dicen. Y funciona. El reloj, digo. ¿Hay alguna leyenda de este reloj? Me fascinan las leyendas sobre relojes, tu sabes, como la que cuentan del de Güigüe en Venezuela, que afirma que quien repare su maquinaria fenecerá al momento. Confío que éste bajo el que me hallo no me caiga en la cabeza o me lance un rayo aniquilador al marcar una hora concreta.

Mala suerte para el reloj porque tu llegas como por ensalmo, me tomas de la mano y me encaminas hacia la Sainte Chapelle. Estás risueña, con el sol de París acariciando tu cabello que oscurece con su brillo el resplandor del Sena. Seguro que las cuartillas que me traes escritas vuelven a ser maravillosas.

Entramos despacio en la capilla baja mientras unos pocos turistas recorren la nave vacía deteniéndose en cada pilastra para fotografiar la imagen del apóstol de turno. La suave música que se escucha de fondo queda amortiguada por los rumores y bisbiseos de los visitantes dando un aire levemente misterioso al espacio. Me guías entre los Apóstoles para señalarme con mirada cómplice los cestillos grabados en honor de la reina doña Blanca.

Tiras con suavidad de mi mano mientras subimos la escalera de caracol hasta la capilla alta como un niño al que le llena la impaciencia de ver algo que desea. El resplandor del sol de la mañana filtrándose por las magníficas vidrieras me deslumbra; tal parece que se guiara por la curiosidad en distinguir cada uno de los rincones escrutados ahora por el grupo de extraños que intentan imaginar a reyes y cortesanos moviéndose en el recinto sagrado de antaño. El sol es el mismo hace tres siglos. ¿O también ha cambiado? Tu mirada responde, sin querer, mi pregunta: Es el mismo, pero mira de otra manera. La existencia continúa su camino lento, colmada de gente aplastada por la vida cotidiana, siempre idéntica a sí misma. Solo la piedra permanece inmutable, hasta que se desmorona.

Me miras con perversa ingenuidad y volvemos al mundo real, el que transita gris por las aceras de las calles, que se vuelve extrañado al escuchar una risa, o un murmullo alegre.

Nos sentamos en la terraza de un pequeño café cercano a St. Germain des Près y leo las cuartillas que -sin que yo lo advirtiera- has ido escribiendo durante el camino. Me sonríes porque sabes que la obra está conclusa. Me sonríes porque sabes que te necesito porque te quiero. Y tu sonrisa es una larga caricia que me recorre poco a poco, demorándose, viviendo.

En la estación de Austerlitz se mueven los viajeros, se despiden unos, se dilatan los besos. El invierno ha empezado a recoger las hojas muertas de las calles mientras tu me has llenado de calidez con el abrazo entregado, generoso y fecundo.

Mi tren está a punto de partir y cierro los ojos para retenerte. Tus letras palpitan en las cuartillas que me llevo apretadas junto al pecho, latidos de letras y corazón. Volveremos a encontrarnos en cualquier lugar y en cualquier momento, porque somos uno y somos dos, cuando mi pobre imaginación vuelva a marchitarse y te busque.

El tren arranca y ambos sabemos que siempre nos quedará París para reencontrarnos.