lunes, abril 27, 2009

Cencerrada en la calle de los Viejos

Hubo en pueblos y ciudades de España una costumbre —hoy desterrada— que consistía en aporrear desapaciblemente cencerros y otros artilugios similares para burlarse en la noche de bodas de aquel que se había casado con una viuda. Era lo que se denominaba dar cencerrada. Imagino que el origen de tal actividad nacería de los atavismos de la prepotencia de la mayoría de los varones respecto a las mujeres al considerar que éstas debían llegar incólumes al matrimonio. Si uno se casaba con una viuda tal doncellez se suponía que brillaba por su ausencia. Y había que mofarse del tipo. Con el paso del tiempo el varón fue adquiriendo cordura y talento (o eso se supone) y fue extinguiéndose tal usanza. Si hoy en día se mantuviera la costumbre de dar cencerrada a los que se casaban con una dama en segundas nupcias la barahúnda sería diaria e insoportable.
Hace unos años topé en la hemeroteca con una referencia (que no tenía nada que ver con lo que yo estaba trabajando, porque el abajo firmante está mal de la cabeza pero no hasta el extremo de buscar referencias de cencerradas) que considero una joyita de la información periodística. Se publicó el día 30 de septiembre de 1917 en el diario Heraldo de Aragón y la transcribo íntegra:
"Un vecino de la calle de los Viejos requirió ayer el auxilio de la Policía con muchísima razón. Desde hace dos noches el denunciante y otros vecinos de la misma casa son víctimas de unas cencerradas insoportables que les dan unos mozos so pretexto de que uno de los vecinos se ha casado con una viuda.
Además resulta que se han adelantado a los acontecimientos porque la viuda no se ha casado aún. La crueldad de los murguistas llega al extremo de que no se conforman con dar la cencerrada en la calle sino que, además, suben a la casa y aporrean las puertas como si cada uno no tuviera su alma en su armario y no pudiera casarse con quien le conviniera.
Para evitar la lata y el atropello el Jefe de Policía ordenó a dos de sus agentes que se sitúen en el lugar del escándalo para evitarlo en lo sucesivo".
No pude averiguar quién era el autor del artículo, pero no me negarán que la redacción es deliciosa. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa en la ciudad y más de un curioso se daría un garbeo por la calle de los Viejos —que debe su nombre a que en tiempo inmemorial vivieron en dicha calle tres caballeros exageradamente provectos y existe aún en el casco histórico— para cotillear quién era el de los desposorios. O para entender en qué consistía éso de "tener el alma en el armario", que yo les confieso que no he podido comprenderlo.

lunes, abril 20, 2009

Animus jocandi

Los políticos de cualquier época y tendencia han tratado siempre con desdén -cuando no con desprecio- a la cultura. José Solís fue un ministro de Franco (a mayor abundamiento Ministro Secretario General del Movimiento) nacido en la localidad cordobesa de Cabra, que iba por la vida de risueño y simpaticón. "La sonrisa del régimen" llegaron a denominarle.
En una visita oficial a un centro de enseñanza, tuvo a bien dar un consejo a los educandos: "Más gimnasia y menos latín", entre risas y jacarandas. Quizá quería estimular una campaña estatal de aquel entonces que decía "Vive deportivamente" con el vigoroso fin de que los españoles hicieran deporte. O quizá lo dijo con cierta retranca hacia los tecnócratas del Opus Dei que andaban al alza en las preferencias del caudillo.
Parece ser que tras escuchar la frasecita de marras, un maestro de algún perdido colegio o escuela de España amante del latín, le envió una carta. Digo parece, pues toserle a un ministro de Franco no era tarea fácil y menos salir indemne del catarro, (de ahí que esta anécdota entre en la categoría de leyenda urbana). El caso es que la carta trascendió y su párrafo más sublime venía a decir:
"No menosprecie el latín, señor Solís, pues gracias a él usted, que nació en Cabra, es egabrense"

lunes, abril 13, 2009

Orgullo y muerte de un rey


Para concluir este brevísimo viaje al medievo de la cruzada contra los cátaros comentada en las dos anteriores entradas, nos acercaremos a la batalla de Muret. En 1213 el rey de Aragón seguía con atención preocupada los progresos militares de los barones franceses en tierras del Languedoc, feudatarias de su reino. Le interesaba mantener su influencia sobre ellas y estaba obligado a protegerlas.
Al principio se contentó con la vía diplomática y presionó ante el papa para que sus derechos fueran respetados pero, después, viendo que no cabía más respuesta que la fuerza, reunió a su ejército y pasó los Pirineos para reforzar a los languedocianos en una batalla feroz contra los cruzados. Los dos ejércitos se enfrentaron en Muret, el 13 de septiembre de 1213. Se alzaba con la victoria el rey de Aragón, experto militar que ya tenía en su haber una destacada intervención en la batalla de las Navas de Tolosa, librada el año anterior. Pero cuando ya la batalla parecía decidida a favor de los aragoneses, la muerte del rey alteró el resultado final y -probablemente- el de la historia de Francia.
Según la versión más aceptada de los hechos, algunos caballeros franceses se habían juramentado para acabar con el rey de Aragón, de quien sólo conocían su elevada estatura. Por lo tanto se dirigieron contra un corpulento caballero que combatía en la vanguardia de la hueste real y, dando con él en tierra, lo alancearon.
-¡Pedro ha muerto! -exclamó uno de los franceses- ¡Hemos matado al rey de Aragón!
Al escuchar los gritos que lo daban por muerto, el verdadero Pedro de Aragón, caballerosamente orgulloso, no pudo reprimirse y levantando un poco la visera del yelmo replicó:
-¡Os equivocáis, porque el rey de Aragón soy yo!
Entonces los cruzados lo acometieron con renovados bríos y consiguieron acabar con él. En cuanto corrió la noticia el bando languedociano flaqueó y la lucha se decidió en favor de los cruzados. Allí se esfumaba la última oportunidad de independencia del Languedoc y de supervivencia del catarismo.
Pedro II de Aragón murió excomulgado por el mismo papa que le había coronado. Recogido por los Hospitalarios, su cadáver permaneció enterrado en Toulouse hasta que el papa Honorio III permitió que fuera trasladado y enterrado en el panteón real del monasterio oscense de Sijena en 1217.

lunes, abril 06, 2009

Cruzada

Al hilo de la entrada anterior, en la que comentábamos la leyenda de la coronación de Pedro II el Católico, nos acercaremos ahora al sitio de la ciudad de Bèziers, en el Languedoc francés, durante la cruzada que el papa Inocencio III lanzó contra la herejía albigense.
Tradicionalmente la cruzada contra los cátaros se ha presentado como un conflicto meramente religioso. Es más compleja la realidad. Fue también una empresa de conquista para los barones del Norte de Francia y su rey; los barones ambicionaban las riquezas del Sur y el rey de Francia deseaba extender su influencia hasta los Pirineos, recelando del dominio amistoso del rey de Aragón en la región del Languedoc. Fue, incluso, una cruzada social, ya que los fundamentos ideológicos del sistema feudal -establecido sobre la presunta superioridad de la aristocracia- estaban siendo refutados por el creciente poderío de la burguesía ciudadana.
Como todo el mundo sabe, el ejército cruzado acampó frente a Béziers el 22 de julio de 1209. Las autoridades de la ciudad se negaron en redondo a entregar a sus conciudadanos herejes: "Preferimos perecer ahogados en el mar antes que entregar a nuestros vecinos y renunciar a nuestras libertades". Los cruzados sitiaron la ciudad y se prepararon para asaltarla.
Lo que quizá algunos no sepan es que la víspera del día señalado para el ataque, uno de los jefes militares fue a consultar al legado pontificio:
-Cuando entremos en la ciudad, ¿cómo haremos para distinguir a los buenos católicos de los herejes?
A lo que el legado del Papa, después de una breve reflexión, respondió:
-Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos.
Y así lo hicieron. Los feroces cruzados asaltaron la ciudad y la mayor parte de su población pasada a cuchillo. En un solo día se calcula que perecieron ocho mil personas.