miércoles, febrero 01, 2012

El gafe

Todo el mundo sabe que Cayetano de Borbón Dos Sicilias, conde de Girgenti, casó con la infanta Isabel (alias la Chata), primogénita de Isabel II de España.

Pero lo que quizá no sepa todo el mundo es que el desventurado Cayetano pasaba por ser uno de los mayores gafes de Europa.

Cuando nació en Caserta, el 12 de enero de 1846, se desprendió una cornisa de aquel soberbio palacio real napolitano. El día de su bautizo, un cirio de la capilla estuvo a punto de provocar un incendio pavoroso. En su primera comunión se atragantó el niño con el Pan de los Ángeles. Ya en el exilio, al ser filiado en el ejército austríaco, su caballo se rompió una pata. Como remate, Isabel II dispuso que su hija mayor se casase con el gafe un día 13. No resulta extraño que unos meses después perdiese el trono.

Me permito hacer aquí un breve inciso sobre la Chata, la considerada infanta castiza por excelencia. Circuló y aun hay quien así lo cree la leyenda que la presentaba como una mujer asequible y bonachona, amiga de las gentes del pueblo, pero su propia hermana menor Eulalia la acusaba de rigorista, ordenancista y simuladora. Decían testigos imparciales que en sus incursiones a los lugares donde los madrileños celebraban verbenas y romerías, y a las plazas de toros, doña Isabel de Borbón iba provista de fuertes perfumes "para mitigar los hedores de la plebe" decía. De regreso a sus habitaciones reclamaba urgentemente el baño. El "¡uf!" de la infanta tras una de sus incursiones de propaganda dinástica llegó a convertirse en proverbial entre sus allegados.

Pero volvamos al gafe, aunque el abajo firmante (reconocido supersticioso) tema que se le descuajeringue la computadora en cualquier momento por mor de mencionar a uno de estos seres tan cenizos, funestos y malasombras.

Isabel II, obligada poco antes por el gobierno liberal, había tenido que estampar su firma en un decreto que reconocía la causa de la unidad italiana liderada por los Saboya, y que suponía el destronamiento de los Borbones de las Dos Sicilias. Seguramente por mala conciencia auspició la boda de su hija de diecisiete años con un príncipe de la recién exiliada familia, sin más fortuna que su honra, al que la novia ni conocía. De más está decir que los Borbones de Nápoles se apresuraron a facturarle al gafe. El 13 de mayo de 1868, a las diez de la noche, Isabel y Cayetano se casaron en la capilla del palacio real.

La verdad era que Cayetano era tan apuesto, tan bondadoso y decente que parecía una bendición de Dios. Bueno, sí que era huraño; y susceptible. Pero en su caso, ¿cómo no iba a serlo?

Cuatro días antes de la boda, la reina creó a su yerno infante de España y, el mismo día del casamiento, coronel de húsares. Aunque a Cayetano no le dio tiempo apenas de participar en la vida de la corte; todavía estaba de viaje de novios con Isabel cuando estalló la revolución de septiembre e Isabel II salió zumbando hacia Francia.

Cayetano tuvo el honroso detalle de penetrar en España y, enfundado en su flamante uniforme militar, se batió como un jabato en la batalla de Alcolea, donde le oyeron gritar, sin asomo de pitorreo: "¡Viva mi suegra!".

Tras el fracaso de la acción partió hacia el exilio y se instaló con su mujer en un hotel de la ciudad suiza de Lucerna. Su aspecto se había tornado demacrado y descubrió que se encontraba muy enfermo, víctima de frecuentes ataques epilépticos. Desesperado y convencido de su mal fario, se descerrajó un balazo en la sien, dejando a Isabel viuda a los diecinueve años.

En julio de 1871, cuatro meses antes de suicidarse, el infante había formalizado ante notario un testamento en una de cuyas cláusulas expresaba: "Ruego a Su Majestad la Reina Isabel acepte conservar, en recuerdo de mi adhesión, el sable que empuñé en la batalla de Alcolea".

Cuando Isabel II recibió el legado, quedó espantada. "¡Apartadlo de mi vista, no vaya a sucederme una desgracia!", ordenó. Escondieron el sable en lo más profundo de un armario y, tras la Restauración, lo enviaron a la real armería del Palacio de Oriente.

Al día siguiente el museo ardió.

3 comentarios:

Turulato dijo...

Notable recuerdo histórico. No creo en esas cosas, pero conocí a un gafe hace años. ¡Absolutamente espectacular!. A pesar del camión que cayó a un barranco tras que él les diese una carta para echar al correo, del casi jubilado que cogió en pleno campo el sarampión tras saludarle y de otras menudencias, defendí lo racional hasta que mi helicóptero se negó a arrancar tras que él lo tocase.

Y es que tras revisarlo a fondo y no encontrar nada, se puso en marcha -¡con un par!- en cuanto el susodicho se fue.

Anónimo dijo...

Yo no creo en las brujas ,pero haberlas ,haylas !

pedroreor dijo...

He mandado correo a colzalibre@...l
ha sido devuelto
¿como me pongo en contacto?

Ágora Hispánica